Reconstruir ciudadanía desde lógicas más fraternales, democráticas y de proximidad

Article publicat a ElDiario.es el 6 de desembre de 2024

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Entre el mundo que va surgiendo de las grandes transiciones en marcha (climática, cultural, demográfica, digital…) y las políticas públicas heredadas del viejo contrato social (también en sus impugnaciones neoliberales) se produce un desencaje sistémico. El estado de bienestar clásico fue la respuesta, pero el cambio de época altera las preguntas. Las complejidades e incertidumbres radicales que enfrentamos requieren dinámicas fuertes de acción y protección colectiva. Los valores y las formas de instrumentar esa protección, sin embargo, exigen transformaciones que pueden explorarse a partir de un triple eje: innovar, democratizar y territorializar las políticas públicas. 


Innovar (construir fraternidad). En el núcleo de un nuevo contrato ecosocial para el siglo XXI reside la articulación de igualdad con diferencias, y de autonomía personal con vinculación comunitaria. Las brechas económicas y culturales interseccionan en desigualdades y discriminaciones. La superación de ambas requiere enlazar políticas de igualdad (predistributivas y redistributivas) con políticas de reconocimiento de diversidades de orígen, género, edad o funcionales. Los derechos colectivos, por otro lado, se reescriben desde gramáticas de autodetermación personal; sin ellas, la igualdad esconde siempre relaciones de dominación. Pero los procesos de autonomía se inscriben en lógicas de interdependencia, solo adquieren sentido en marcos de vinculación colectiva. Las políticas públicas por tanto afrontan el reto de construir comunidad, de tejer entornos cotidianos configurados por lazos de apoyo mutuo y redes de solidaridad. En la práctica, transitar este eje de innovación implicaría construir una ciudadanía social más fraternal, más republicana. Ello nos conduce a dos áreas paradigmáticas del (nuevo) estado de bienestar. 


 - En primer lugar, la garantía de rentas. En el marco de la sociedad industrial, el salario operó como el gran dispositivo de distribución de la riqueza. El cambio de época altera los parámetros: la generación de valor deviene más social e inmaterial; la centralidad del trabajo pierde fuerza en clave cultural; y la transición ecológica fragiliza empleos y antiguos esquemas productivos.  Es aquí donde la renta básica -una prestación universal, individual e incondicional- podría jugar un papel clave en el camino hacia lógicas innovadoras de ciudadanía social. Se trata de una herramienta que desplaza el ingreso del mercado laboral al terreno de los derechos; amplia el perímetro de la desmercantilización hacia la garantía de las bases materiales de la vida. La renda básica conecta ciudadanía social con autonomía personal, empodera frente a escenarios de dominación y genera, a la vez, condiciones para la articulación de vínculos y redes de apoyo mutuo. 


-  En segundo lugar, los cuidados. La causa de la fraternidad se disputa, sobre todo, en el campo de los cuidados cotidianos y de las prácticas comunitarias de reciprocidad. En escenarios de innovación social, el derecho a los cuidados debería adquirir un nivel de universalidad y garantía equivalente a la salud y la educación; y las políticas públicas de cuidados un grado de centralidad homologable a las políticas clásicas del estado de bienestar. En los instrumentos de acción se abre un abanico de posibilidades: desde prestaciones universales por crianza y redes socioeducativas de pequeña infancia, hasta fórmulas de articulación comunitaria inscritas en agendas feministas (el programa municipal ‘Vila Veïna’ en Barcelona…).  En síntesis, derechos subjetivos, políticas públicas y prácticas colectivas de cuidados que reconocen vulnerabilidades e interdependencias; pero reducen riesgos de exclusión relacional y contribuyen a fortalecer estructuras de solidaridad.


Democratizar (construir lo común). El estado de bienestar desarrolló un esquema burocrático de gestión pública de raíz weberiana: estructuras administrativas rígidas; estandarización de servicios; y paternalismo profesional que relega a los ciudadanos a roles pasivos. La ofensiva neoliberal diseñó después el modelo de la ‘nueva gestión pública’ (NGP): transferencia de la lógica mercantil al ámbito público, externalizaciones y sustitución de ciudadanos por clientes. Hoy, la redefinición del bienestar en clave democrática implica asumir el giro hacia lo común: superar tanto el monopolismo burocrático como la NGP; y llevar la protección colectiva a lógicas de participación ciudadana. Democratizar los derechos sociales supone articular lo institucional y lo comunitario: trabajar en las intersecciones entre el potencial universalista de las políticas públicas y el potencial cooperativo de las prácticas ciudadanas. Supone construir una esfera compartida donde enlazar coproducción de políticas, acuerdos público-comunitarios y dinámicas de acción colectiva vinculadas a la autogestión de derechos. Es un cambio de paradigma. Un estado de bienestar orientado a vertebrar lo común más que a gestionar burocracias: del welfare al commonfare.


Y de la teoría a la práctica. En el doble contexto reciente de crisis y transiciones, surge un nuevo conjunto de iniciativas sociales que operan como motor democratizador de la esfera colectiva: conectan la movilización a la construcción de lo común. Adoptan formas de ‘autonomía’ urbana (viviendas recuperadas, escuelas populares, espacios autogestionados); innovación social (crianza compartida, huertos vecinales, economía cooperativa); y apoyo mutuo (redes comunitarias ante vulnerabilidades relacionales o materiales). La conexión entre políticas sociales innovadoras y este tipo de acción colectiva permite superar el dilema clásico en términos de institucionalidad versus resistencia; hace posible -más allá de ese binarismo- generar un espacio de articulación de estructuras público-comunitarias, tejidas en torno a tres posibles lógicas. La lógica temática: coproducción de políticas sectoriales por medio de redes horizontales que suman recursos públicos e inteligencias colectivas (viviendas cooperativas, comunidades energéticas locales…). La lógica infraestructural: programas de patrimonio ciudadano y gestión cívica. Los  equipamientos públicos de proximidad (ateneos, bibliotecas, escuelas infantiles…) han ido configurando la geografía física del bienestar. La gestión cívica (por medio del tejido asociativo del territorio) crea las condiciones para convertirlos también en su ecosistema comunal y democrático: de servicios públicos a lugares de creación colectiva de ciudadanía (los ‘palacios del pueblo’ de Klinenberg). La lógica vecinal: dinámicas creadoras de barrios y comunidades fuertes, con capacidades para la resolución de problemas y la mejora de condiciones de vida. Aquí, la regeneración de áreas vulnerables desde la acción sociocomunitaria, o el apoyo público a ecosistemas territoriales de economía social (el programa de ‘comunalidades urbanas’ en Catalunya), pueden considerarse estrategias de referencias. 


Territorializar (construir arraigo). La sociedad industrial generó marcos nacionales de gestión del conflicto de clases, el contrato social fraguó en el espacio de los estados. Los regímenes de bienestar se construyeron bajo instituciones centralizadas. Hacia finales del siglo XX, el esquema territorial empieza a alterarse: irrumpe la reestructuración en el espacio de políticas públicas y prácticas colectivas. Las ciudades, en este proceso, mantienen abierta la ventana colectiva y democrática: la proximidad como espacio donde tratar de proteger sin cerrar; los gobiernos locales como palanca de protección de derechos básicos y de empoderamiento comunitario. Se trata de fijar la agenda urbana, el bienestar de proximidad y las estrategias locales de transición verde en el núcleo del nuevo contrato ecosocial: retornar a las ciudades las lógicas de emancipación que el siglo XX había reservado a los estados. Se dibujaría pues el doble reto de reescribir lo común desde gramáticas de proximidad; y de reubicar en el municipalismo las herramientas clave para hacerlo posible. En síntesis, más poder en los lugares, allí donde las cosas pasan, donde late el talento colectivo para abordarlas.      



Conectar ciudadanía y territorio, en la práctica, implica construir un bienestar más arraigado, más sensible a la posibilidad de cotidianidades dignas. Y es aquí donde operan con fuerza las políticas vinculadas al derecho a la ciudad. Ya en 1968, Henry Lefebvre publicaba Le droit à la ville. Su propuesta implicaba inscribir la transformación social en trazados urbanos: de calles, plazas y barrios. Volvió con David Harvey y su Spaces of hope (2000), en días de alternativas a la globalizacion salvaje. Y ha estallado con fuerza en la última década, al hilo de la acción colectiva urbana a escala global: la defensa de los hábitats populares frente a dinámicas de ‘gentrificación planetaria’ (Loretta Lees). El derecho a la ciudad, como dimensión cotidiana y comunitaria de todos los derechos básicos, gana fuerza en tanto que proyecto de reconstrucción colectiva de una ciudadanía democrática para el siglo XXI. Se concreta en una triple dimensión de políticas entrelazadas: localizar derechos sociales (vivienda y barrios, procesos de acogida, vínculos frente a soledades); generar transiciones ecológicas urbanas (soberanías alimentaria y energética, movilidades saludables)  y forjar economías comunales (redes y territorios cooperativos). En su interacción, esos tres vértices temáticos pueden dar lugar a nuevas lógicas de ciudadanía: la prosperidad compartida y arraigada en entornos habitables.

En síntesis, los procesos orientados a innovar, democratizar y territorializar lo colectivo pueden operar, en un contexto ya maduro de cambio de época, como rutas estratégicas hacia un nuevo contrato ecosocial superador del estado de bienestar clásico. El cruce de valores (intersecciones de fraternidad), las estructuras público-comunitarias (espacios de lo común) y el derecho a la ciudad (procesos de arraigo) emergen como ideas-fuerza principales. Se produce, a partir de ahí, la traducción a políticas públicas y a prácticas colectivas: renta básica y cuidados; lógicas habitacionales alternativas, infraestructuas sociales y territorios cooperativos; planes de barrios  y transiciones energéticas de proximidad… Un amplio abanico donde asentar las bases de una ciudadanía social posible para el siglo XXI. Frente a la construcción reaccionaria de miedos y odios, una propuesta para explorar caminos de más democracia; para alzar -de forma discreta- utopías cotidianas de esperanza.